Políticas e
ideas
En la Era de la
Ilustración, cuando los Norte Americanos iniciaban su Independencia, y unos
pocos años más tarde, cuando las colonias Españolas y Portuguesas se
transformaban en naciones independientes el humor prevaleciente en la
civilización Occidental era de optimismo. En esa época todos los filósofos y
los estadistas estaban totalmente convencidos que estábamos viviendo una nueva
época de prosperidad, de progreso y de libertad. En esos días la gente esperaba
que las nuevas instituciones políticas – los gobiernos representativos
constitucionales establecidos en las naciones libres de Europa y América –
funcionaran de una forma muy beneficiosa y que la libertad económica mejoraría
continuamente las condiciones materiales de la humanidad.
Bien sabemos
que algunas de estas expectativas eran demasiado optimistas. Cierto es que
hemos experimentado en los Siglos XIX y XX, un mejoramiento sin precedentes en
las condiciones económicas, posibilitando a una mucho mayor población vivir en
un mucho más alto nivel de vida. Pero también sabemos que muchas de esas
expectativas de los filósofos del Siglo XVIII se han hecho añicos, como las
expectativas de que no habría más guerras y que las revoluciones serían
innecesarias. Estas expectativas no se hicieron realidad.
Durante el
Siglo XIX hubo un período durante el cual las guerras se redujeron tanto en su
cantidad como en su severidad. Pero el Siglo XX trajo un resurgimiento del
espíritu guerrero y podemos bastante razonablemente decir que no hemos llegado
todavía al final de las tribulaciones que la humanidad deberá sufrir.
El sistema
constitucional que comenzó a finales del Siglo XVIII y principios del Siglo XIX
ha desilusionado a la humanidad. La mayor parte de la gente – y la mayor parte
de los autores – que se ocuparon de este tema, parecen pensar que no ha
existido conexión alguna entre el lado económico y el lado político del
problema. Así es que tienden a ocuparse mucho del deterioro del sistema
parlamentario – el gobierno llevado a cabo por los representantes del pueblo –
como si este fenómeno fuera completamente independiente de la situación
económica y de las ideas económicas que condicionan las actividades de la
gente. Pero tal independencia no existe. El hombre no es un ente que, por un
lado, tiene una parte económica, y por el otro, una parte política, sin
conexión alguna entre ambos. De hecho, lo que se denomina el deterioro de la
libertad, del gobierno constitucional y de las instituciones representativas,
es la consecuencia del cambio radical en las ideas económicas y políticas. Los
acontecimientos políticos son la consecuencia inevitable del cambio en las
políticas económicas.
Las ideas que
guiaron a los estadistas, a los filósofos y a los hombres de leyes quienes, en
el Siglo XVIII y al principio del Siglo XIX, desarrollaron los principios
fundamentales del nuevo sistema político, comenzaron del supuesto que, dentro
de una nación, todos los ciudadanos honestos tendrían el mismo objetivo final.
Esta meta principal, a la cual se dedicarían todos los hombres decentes, es el
bienestar de toda la nación, y también el bienestar de otras naciones, y estos
líderes morales y políticos estarían absolutamente convencidos que una nación
libre no debe estar interesada en conquistas. Deberían concebir los conflictos
entre los partidos políticos como algo natural ya que sería perfectamente
normal que hubiera diferencias de opinión sobre la mejor manera de conducir los
asuntos de estado.
Aquella gente
que sostuviera similares ideas sobre un problema cooperarían entre ellos, y
esta forma de cooperación se denominaría un partido político. Pero la
estructura de un partido no sería permanente. No dependería de la posición social
de los individuos dentro de la estructura de la sociedad. Podría cambiar si la
gente se diera cuenta que su posición original estaba basada sobre supuestos
erróneos, sobre ideas erróneas. Desde este punto de vista, muchos consideraban
las discusiones en una campaña electoral o, luego, las discusiones en las
asambleas legislativas como un factor político importante. Los discursos de los
miembros de una legislatura no eran considerados meros pronunciamientos que
decían al mundo lo que deseaba un partido político. Eran considerados como
intentos de convencer a los grupos adversarios que las ideas propias del orador
eran correctas, más beneficiosas para el bien común que aquellas que habían
escuchado antes.
Los discursos
políticos, los editoriales en los diarios, los folletos y libros eran escritos
con el objetivo de persuadir. Existían pocas razones para creer que no se
podría convencer a la mayoría que la posición propia era absolutamente correcta
y que las ideas propias eran sanas. Fue desde este punto de vista que se
escribieron las reglas constitucionales en los cuerpos legislativos de
principios del Siglo XIX.
Pero esto
presuponía que el Gobierno no interferiría en las condiciones económicas del
mercado. Implicaba que todos los ciudadanos tenían solamente un objetivo
político: el bienestar de todo el país y de toda la nación. Y es precisamente
esta filosofía social y económica la que ha sido reemplazada por el
intervencionismo. Y es el intervencionismo el que ha generado una muy diferente
filosofía.
Bajo las ideas
intervencionistas, es la tarea del Gobierno soportar, subsidiar, dar
privilegios a grupos especiales. La idea de los estadistas del Siglo XVIII era
que los legisladores tenían ideas específicas (quizás diferentes) sobre el bien
común. Pero lo que tenemos hoy en día, lo que vemos hoy en la realidad de la
vida política, prácticamente sin excepción alguna, en todos los países del
mundo – donde no existe directamente una dictadura comunista – es una situación
en la que no existen más partidos políticos en el antiguo y clásico sentido del
término, sino meramente grupos de presión.
Un grupo de
presión es un grupo de gente que desea obtener para ellos un privilegio
especial a expensas del resto de la nación. El privilegio puede consistir en
una tarifa sobre la importación de productos que compitan con los propios,
puede consistir en un subsidio, puede consistir en la sanción de leyes que
impidan a otra gente competir con los miembros del grupo de presión. Sea lo que
fuere, otorga a los miembros del grupo de presión una posición especial, de
privilegio. Les da algo que es negado o que debería ser negado – de acuerdo con
las ideas del grupo de presión – a otros grupos.
En los Estados
Unidos, aparentemente, se preserva el antiguo sistema de dos partidos.
Pero esto es
solamente un camuflaje de la situación real. De hecho, la vida política de los
Estados Unidos – como la vida política de todos los demás países – está
determinada por la lucha y las aspiraciones de los grupos de presión. En los
Estados Unidos existe todavía un Partido Republicano y existe todavía un
Partido Demócrata, pero en cada uno de estos dos partidos hay representantes de
los grupos de presión. Estos representantes de los grupos de presión están más
interesados en cooperar con los representantes del mismo grupo de presión en el
partido adversario que con los miembros de su propio partido.
Para darles un
ejemplo, si hablan con personas en Estados Unidos que realmente conocen los
asuntos del Congreso, les dirán: “Esta persona, este miembro del Congreso,
representa los intereses del grupo del metal plata” O les dirán este otro
miembro del Congreso representa a los productores de trigo.
Por supuesto
cada uno de estos grupos de presión necesariamente es una minoría. En un
sistema basado sobre la división del trabajo, cada grupo especial que aspira a
tener determinados privilegios, tiene que ser una minoría. Y las minorías nunca
tienen la oportunidad de alcanzar el éxito si no cooperan con otras minorías
similares, otros grupos de presión similares. En las asambleas legislativas,
tratan de armar una coalición entre los diferentes grupos de presión, así
pueden convertirse en una mayoría. Pero, después de un tiempo, esta coalición
puede desintegrarse, porque existen problemas sobre los cuales es imposible
alcanzar un acuerdo con otros grupos de presión, y se forman nuevas coaliciones
de grupos de presión Esto es lo que ocurrió en Francia en 1871, una situación
que los historiadores consideran “la descomposición de la Tercera República”.
No fue una descomposición de la República, fue simplemente una demostración del
hecho que el sistema de “grupos de presión” no es un sistema que pueda
aplicarse exitosamente al gobierno de una gran nación.
Se tienen, en
las legislaturas, representantes del trigo, de la carne, de la plata, del
petróleo, pero antes que nada, representantes de los diferentes sindicatos. La
única cosa que no está representada en la legislatura es la nación como
un todo. Y todos los problemas, aún los de política exterior, se miran desde el
punto de vista de los intereses de los grupos especiales de presión En los
Estados Unidos, algunos de los estados menos populosos están interesados en el
precio de la plata. Pero no todas las personas en esos estados están
interesadas en ello.
Sin embargo, los
Estados Unidos, por muchas décadas, han gastado una considerable suma de
dinero, a expensas de los contribuyentes, para comprar plata a un precio por
encima del valor de mercado. Otro ejemplo, en los Estados Unidos sólo una
pequeña proporción de la población trabaja en la agricultura, el resto de la
población consiste en consumidores – pero no productores – de los productos de
la agricultura. Sin embargo, Los Estados Unidos tienen una política de gastar
billones y billones de dólares para mantener los precios de los productos
agrícolas por encima del eventual precio de mercado.
No podría
decirse que ésta es una política a favor de una pequeña minoría, ya que estos
intereses agrícolas no son uniformes. Un productor de leche no está interesado
en un alto precio de los cereales o del forraje, preferiría un menor precio
para estos productos. Un criador de pollos desea un precio más bajo para el
alimento balanceado (compuesto principalmente por cereales). Existen muchos
intereses especiales incompatibles dentro del mismo grupo. Aún así, la hábil
diplomacia de la politiquería parlamentaria posibilita a los pequeños grupos
minoritarios obtener privilegios a expensa de las mayorías.
Una situación,
particularmente interesante en los Estados Unidos, concierne al azúcar.
Quizás 1 de
cada 500 Norteamericanos está interesado es un mayor precio del azúcar.
Probablemente
499 de cada 500 Norteamericanos desea un precio más bajo para el azúcar. Sin
embargo, la política de los Estados Unidos está comprometida, por medio de tarifas
y otras medidas especiales, a mantener un más alto precio del azúcar. Esta
política es no sólo perjudicial para estos 499 que son consumidores de azúcar,
sino que también causa un serio problema en la política exterior de los Estados
Unidos. El objetivo de la política exterior es la cooperación con todas las
otras repúblicas americanas, algunas de las cuales están interesadas en vender
azúcar a los Estados Unidos. Les gustaría vender un mayor volumen. Esto ilustra
cómo los intereses de los grupos de presión pueden establecer la política
exterior de una nación.
Por años, la
gente en todo el mundo ha estado escribiendo sobre la democracia, sobre el
gobierno popular, representativo. Han estado quejándose de sus deficiencias,
pero la democracia que ellos critican es solamente aquella democracia bajo la
cual el intervencionismo es la política que gobierna ese país.
Hoy se puede
oír a la gente decir: “A principios del Siglo XIX, en los parlamentos de
Francia, de Inglaterra, de los Estados Unidos, y de otras naciones, había
discursos sobre los grandes problemas de la humanidad. Luchaban contra la
tiranía, por la libertad, por la cooperación con otras naciones libres. Pero
ahora somos más prácticos en los parlamentos” Es cierto, ahora somos más
prácticos, la gente hoy no habla sobre la libertad: hablan sobre un mayor
precio para el maní. Si esto es práctico, entonces – por cierto –
los parlamentos han cambiado considerablemente, pero no han mejorado.
Estos cambios
políticos, originados en el intervencionismo, han debilitado considerablemente
el poder de las naciones, y de sus representantes populares, para resistir las
aspiraciones de los dictadores y las operaciones de los tiranos. Los
representantes legislativos, cuya única preocupación es satisfacer a los
votantes que desean, por ejemplo, mejores precios para el azúcar, la leche y la
manteca y un menor precio para el trigo (lógicamente subsidiado por el
gobierno) pueden representar al pueblo solamente de una manera muy débil, nunca
pueden representar a todos sus votantes.
Los votantes
que favorecen dichos privilegios no se dan cuenta que también hay oponentes,
que desean algo exactamente opuesto, e impiden a sus representantes
obtener un éxito completo.
Este sistema,
además, lleva por un lado a un constante incremento de los gastos públicos, y
por el otro, hace más difícil establecer o cobrar impuestos. Estos
representantes de grupos de presión aspiran a muchos privilegios especiales
para su grupo de presión, pero no están dispuestos a impones a sus votantes una
pesada carga impositiva.
No era la idea,
en el Siglo XVIII, de los fundadores del moderno sistema constitucional de
gobierno, que un legislador representara, no a toda la nación, sino los
especiales intereses del distrito en el que fuera elegido, que fue una de las
consecuencias del intervencionismo.
La idea
original era que cada miembro del parlamento debería representar a toda
la nación aunque fuera elegido en un distrito en especial solamente porque allí
era conocido y la gente tenía confianza en él.
Pero no era la
intención que fuera al gobierno a efectos de procurar algo en especial para sus
votantes, que pidiera una nueva escuela o un nuevo hospital o un nuevo
manicomio, causando así un considerable incremento de los gastos
gubernamentales en su distrito.
Las políticas
de “grupos de presión” explican por qué es casi imposible para todos los
gobiernos detener la inflación. Tan pronto como los funcionarios electos tratan
de restringir los gastos o limitar las inversiones, aquellos que respaldan
intereses especiales, que obtienen ventajas de rubros específicos del
presupuesto, se adelantan y declaran que este proyecto en particular no
puede ser eliminado, o que este otro debe ser realizado.
La dictadura,
desde ya, no es una solución a los problemas de la economía, tal como no es una
respuesta a los problemas de la libertad. Un dictador puede comenzar haciendo
promesas de cualquier naturaleza pero, siendo un dictador, no cumplirá sus
promesas. En cambio, inmediatamente suprimirá la libertad de expresión, así la
prensa o los oradores parlamentarios no podrán – algunos días, algunos meses o
algunos años más tarde – remarcar que lo que dijo al principio de su dictadura
era completamente diferente de lo que hizo después.
La terrible
dictadura con la que un país tan grande como Alemania tuvo que vivir en un
pasado reciente, cuando vemos hoy la declinación de la libertad en tantos
países. Como consecuencia, la gente habla hoy sobre el deterioro de la libertad
y la decadencia de nuestra civilización.
Dice la gente
que toda civilización debe finalmente caer en la ruina y en la desintegración.
Hay eminentes
defensores de esta idea. Uno fue el maestro alemán Spengler, y otro – mejor
conocido – el historiador inglés Toynbee. Ellos dicen que ahora nuestra
civilización es vieja. Spengler comparaba a las civilizaciones con plantas que
crecen y crecen, pero cuya vida, en algún momento, llega a su fin. La
metafórica comparación de una civilización con una planta es absolutamente
arbitraria.
Primeramente,
es muy difícil distinguir, dentro de la historia de la humanidad,
civilizaciones diferentes, independientes. Las civilizaciones no son
independientes, sino que son interdependientes, constantemente influyen
unas a las otras. Por consiguiente, no puede hablarse de la declinación de una
civilización en particular de la misma manera en que puede hablarse de la
muerte de una planta en particular.
Pero, aún si se
refutan las teorías de Spengler y Toynbee, todavía queda una comparación que es
bastante popular: la comparación de civilizaciones declinantes. Ciertamente es
verdad que en el segundo siglo de la era cristiana, el Imperio Romano mantenía
una civilización muy floreciente, que en aquellas partes de Europa, Asia y
África donde el Imperio Romano gobernaba había una civilización de alto nivel.
Había también una muy alta civilización económica basada sobre cierto
grado de división del trabajo. Aunque parezca primitiva, cuando se la compara
con nuestras condiciones actuales, Ciertamente era destacable. Llegó al más
alto grado de división del trabajo jamás obtenido antes del capitalismo
moderno. No es menos cierto que esta civilización se desintegró, especialmente
en el Siglo III. Esta desintegración interna del Imperio Romano imposibilitó a
los Romanos resistir la agresión externa. Aunque la agresión no era peor que la
que los Romanos habían resistido una y otra vez en los siglos precedentes, no
pudieron soportarla por más tiempo luego de lo que había tenido lugar dentro
del Imperio.
¿Qué había
ocurrido? ¿Cuál fue el problema? ¿Qué era lo que causó la desintegración de un
Imperio que había logrado la más alta civilización jamás obtenida antes del
Siglo XVIII? La verdad es que lo que había destruido esta antigua civilización
era algo similar, casi idéntico a los peligros que amenazan nuestra
civilización hoy en día: por un lado fue el intervencionismo, y por el
otro la inflación. El intervencionismo en el Imperio Romano
consistió en el hecho que los Romanos, siguiendo el precedente de la política
de los Griegos. No se abstuvieron de imponer controles de precios. Pero dicho
control de precios era benigno, ya que por siglos no trató de reducir los
precios por debajo del nivel de mercado. Pero cuando la inflación comenzó en el
Siglo III, los pobres Romanos no disponían de los medios técnicos que hoy
disponemos para la inflación. No podían imprimir dinero, tenían que alterar las
monedas metálicas (reducción de su contenido metálico) y éste era un sistema de
inflación muy inferior al sistema actual que – través del uso intensivo de la
imprenta – puede destruir tan fácilmente el valor del dinero. Pero era bastante
eficiente y produjo el mismo resultado que el control de precios, dado que los precios
que las autoridades ahora toleraban estaban por debajo del precio potencial al
cual la inflación había llevado los precios de los diversos productos.
El resultado,
desde luego, fue que se redujo la provisión de alimentos en las ciudades. La
gente en las ciudades se vio forzada a volver al campo y a retornar a la
agricultura. Los Romanos nunca se dieron cuenta de lo que ocurría. No
entendieron. Todavía no había desarrollado las herramientas mentales para
interpretar los problemas de la división del trabajo y de las consecuencias de
la inflación sobre los precios de mercado. Pero que esta inflación monetaria,
esta alteración de las monedas metálicas estaba mal, lo entendían muy bien.
En consecuencia
los emperadores hicieron leyes contra esta mudanza. Había leyes para impedir a
los habitantes de las ciudades mudarse al campo, pero tales leyes resultaron
ineficaces. Ya que la gente no tenía nada para comer en la ciudad y estaban
hambrientos, no había ley que pudiera impedirles dejar las ciudades y volver a la
agricultura. El habitante de la ciudad no pudo más trabajar en las industrias
de procesamiento de las ciudades como un artesano. Y, con la pérdida de los
mercados en las ciudades, nadie podía comprar algo allí.
Vemos así que,
desde el Siglo III en adelante, las ciudades del Imperio Romano declinaban
notoriamente y que la división del trabajo se volvió menos intensiva de lo que
había sido antes. Finalmente emergió el sistema medieval del hogar
autosuficiente, de la “villa” como se la llamó en leyes posteriores.
Por lo tanto,
si se compara nuestras condiciones con las del Imperio Romano, algunos dirán
“Vamos por el mismo camino” y tienen algunas razones para decirlo. Pueden
encontrar algunos hechos que son similares. Pero hay también enormes
diferencias. Estas diferencias no están en la estructura política que
prevalecía en la segunda parte del Siglo III. En esa época, en promedio, un
emperador era asesinado y el hombre que lo había matado o lo había mandado
matar se convertía en el sucesor. Después de tres años, en promedio, lo mismo
le sucedía al nuevo emperador. Cuando Diocleciano, en el 284, llegó a ser
emperador, por algún tiempo trató de oponerse a la descomposición, pero sin
éxito.
Existen enormes
diferencias entre las condiciones de hoy en día y las que prevalecían en Roma,
en que las medidas que causaron la desintegración del Imperio Romano no fueron
premeditadas. No fueron, yo diría, el resultado de censurables doctrinas
formuladas.
Sin embargo, en
contraste, las ideas intervencionistas, las ideas socialistas, las ideas
inflacionistas de nuestros días, han sido tramadas y formuladas por escritores
y profesores. Y son enseñadas en las escuelas y en las universidades. Se puede
decir “La situación de hoy es mucho peor” y yo contestaría “No, no es peor” En
mi opinión es mejor porque las ideas pueden derrotarse con otras ideas. Nadie
dudaba, en la época de los emperadores Romanos que el gobierno tenía el derecho
y que era una buena política determinar los precios máximos. Y nadie lo
discutía.
Pero ahora que
tenemos escuelas y profesores y libros que recomiendan esto, sabemos muy bien
que este es un problema para ser discutido. Todas estas malas ideas, por la
cuales sufrimos hoy, que han hecho que nuestras políticas fueran tan dañinas,
fueron desarrolladas por teóricos académicos.
Un famoso autor
español 7 hablaba de la “rebelón de las masas”.
Debemos ser muy cuidadosos al usar este término ya que la rebelión no fue hecha
por las masas, fue hecha por los intelectuales. Y esos intelectuales que
desarrollaron estas doctrinas no eran hombres de las masas. La doctrina
marxista pretende que solamente los proletarios son los que tienen buenas ideas
y que solamente el genio proletario creó el socialismo, pero todos los autores
socialistas, sin excepción, eran burgueses, en el sentido en que los
socialistas usan este término.
Kart Marx no
era un hombre del proletariado. Era hijo de un abogado. Para ir a la
universidad, no tuvo necesidad de trabajar. Estudió en la universidad al igual
que hoy lo hacen los hijos de las familias acomodadas. Luego, y por el resto de
su vida, fue mantenido por su amigo Friedrich Engels, quien – siendo un
industrial – era el peor tipo de burgués, según las ideas socialistas. En el
lenguaje del marxismo, era un explotador.
Todo lo que
ocurre en el mundo social de nuestros días es el resultado de ideas. Las cosas
buenas y las cosas malas. Lo que se necesita es combatir las malas ideas.
Debemos
combatir todo lo que nos disgusta en la vida pública. Debemos sustituir las
malas ideas por buenas ideas. Debemos refutas las doctrinas que promueven la violencia
sindical. Debemos oponernos a a la confiscación de la propiedad, el control de
precios, la inflación y todos los males que nos traen sufrimiento.
Las ideas, y
solamente las ideas, pueden llevar luz a la oscuridad. Estas ideas deben
hacerse públicas de una manera que persuadan a la gente. Debemos convencerlos
que estas ideas son las ideas correctas y no son erróneas. La gran época del
Siglo XIX, los grandes logros del capitalismo, fueron el resultado de las ideas
de los economistas clásicos, de Adam Smith y David Ricardo, de Bastiat y de
tantos otros.
Lo que
necesitamos es nada más que sustituir las malas ideas por buenas ideas. Esto
espero, y tengo confianza, será hecho por la naciente generación. Nuestra
civilización no está condenada como nos dicen Spengler y Toynbee. Nuestra
civilización no será conquistada por el espíritu de Moscú. Nuestra civilización
sobrevivirá, y debe hacerlo. Y sobrevivirá a través de mejores ideas que serán
desarrolladas por la nueva generación.
Considero que
es un buen signo que, mientras hace cincuenta años prácticamente nadie en el
mundo tenía el coraje de decir algo a favor de una economía libre, ahora
tenemos, al menos en los más avanzados países del mundo, instituciones que son
centros de propagación de las ideas de una economía libre, como por ejemplo el
“Centro” en vuestro país que me invitó a venir a Buenos Aires a decir unas
pocas palabras en esta gran ciudad.
No pude decir
mucho sobre estos asuntos tan importantes. Seis conferencias pueden ser mucho
para una audiencia pero no son suficientes para desarrollar la filosofía
completa de un sistema de economía libre, y ciertamente no son suficientes para
refutar todas las tonterías que se han escrito, en los últimos cincuenta años,
sobre los problemas económicos que estamos tratando.
Estoy muy
agradecido a este centro por darme la oportunidad de dirigirme a tan
distinguida audiencia y tengo la esperanza que en unos pocos años, el número de
aquellos que respaldan las ideas de libertad en este y en otros países, se
incrementará considerablemente. Yo por mi parte tengo una total confianza en el
futuro de la libertad política y de la libertad económica.
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