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Ludwig Von Mises. Sexta Conferencia Argentina. Politica e Ideas


Políticas e ideas
En la Era de la Ilustración, cuando los Norte Americanos iniciaban su Independencia, y unos pocos años más tarde, cuando las colonias Españolas y Portuguesas se transformaban en naciones independientes el humor prevaleciente en la civilización Occidental era de optimismo. En esa época todos los filósofos y los estadistas estaban totalmente convencidos que estábamos viviendo una nueva época de prosperidad, de progreso y de libertad. En esos días la gente esperaba que las nuevas instituciones políticas – los gobiernos representativos constitucionales establecidos en las naciones libres de Europa y América – funcionaran de una forma muy beneficiosa y que la libertad económica mejoraría continuamente las condiciones materiales de la humanidad.
Bien sabemos que algunas de estas expectativas eran demasiado optimistas. Cierto es que hemos experimentado en los Siglos XIX y XX, un mejoramiento sin precedentes en las condiciones económicas, posibilitando a una mucho mayor población vivir en un mucho más alto nivel de vida. Pero también sabemos que muchas de esas expectativas de los filósofos del Siglo XVIII se han hecho añicos, como las expectativas de que no habría más guerras y que las revoluciones serían innecesarias. Estas expectativas no se hicieron realidad.
Durante el Siglo XIX hubo un período durante el cual las guerras se redujeron tanto en su cantidad como en su severidad. Pero el Siglo XX trajo un resurgimiento del espíritu guerrero y podemos bastante razonablemente decir que no hemos llegado todavía al final de las tribulaciones que la humanidad deberá sufrir.
El sistema constitucional que comenzó a finales del Siglo XVIII y principios del Siglo XIX ha desilusionado a la humanidad. La mayor parte de la gente – y la mayor parte de los autores – que se ocuparon de este tema, parecen pensar que no ha existido conexión alguna entre el lado económico y el lado político del problema. Así es que tienden a ocuparse mucho del deterioro del sistema parlamentario – el gobierno llevado a cabo por los representantes del pueblo – como si este fenómeno fuera completamente independiente de la situación económica y de las ideas económicas que condicionan las actividades de la gente. Pero tal independencia no existe. El hombre no es un ente que, por un lado, tiene una parte económica, y por el otro, una parte política, sin conexión alguna entre ambos. De hecho, lo que se denomina el deterioro de la libertad, del gobierno constitucional y de las instituciones representativas, es la consecuencia del cambio radical en las ideas económicas y políticas. Los acontecimientos políticos son la consecuencia inevitable del cambio en las políticas económicas.
Las ideas que guiaron a los estadistas, a los filósofos y a los hombres de leyes quienes, en el Siglo XVIII y al principio del Siglo XIX, desarrollaron los principios fundamentales del nuevo sistema político, comenzaron del supuesto que, dentro de una nación, todos los ciudadanos honestos tendrían el mismo objetivo final. Esta meta principal, a la cual se dedicarían todos los hombres decentes, es el bienestar de toda la nación, y también el bienestar de otras naciones, y estos líderes morales y políticos estarían absolutamente convencidos que una nación libre no debe estar interesada en conquistas. Deberían concebir los conflictos entre los partidos políticos como algo natural ya que sería perfectamente normal que hubiera diferencias de opinión sobre la mejor manera de conducir los asuntos de estado.
Aquella gente que sostuviera similares ideas sobre un problema cooperarían entre ellos, y esta forma de cooperación se denominaría un partido político. Pero la estructura de un partido no sería permanente. No dependería de la posición social de los individuos dentro de la estructura de la sociedad. Podría cambiar si la gente se diera cuenta que su posición original estaba basada sobre supuestos erróneos, sobre ideas erróneas. Desde este punto de vista, muchos consideraban las discusiones en una campaña electoral o, luego, las discusiones en las asambleas legislativas como un factor político importante. Los discursos de los miembros de una legislatura no eran considerados meros pronunciamientos que decían al mundo lo que deseaba un partido político. Eran considerados como intentos de convencer a los grupos adversarios que las ideas propias del orador eran correctas, más beneficiosas para el bien común que aquellas que habían escuchado antes.
Los discursos políticos, los editoriales en los diarios, los folletos y libros eran escritos con el objetivo de persuadir. Existían pocas razones para creer que no se podría convencer a la mayoría que la posición propia era absolutamente correcta y que las ideas propias eran sanas. Fue desde este punto de vista que se escribieron las reglas constitucionales en los cuerpos legislativos de principios del Siglo XIX.
Pero esto presuponía que el Gobierno no interferiría en las condiciones económicas del mercado. Implicaba que todos los ciudadanos tenían solamente un objetivo político: el bienestar de todo el país y de toda la nación. Y es precisamente esta filosofía social y económica la que ha sido reemplazada por el intervencionismo. Y es el intervencionismo el que ha generado una muy diferente filosofía.
Bajo las ideas intervencionistas, es la tarea del Gobierno soportar, subsidiar, dar privilegios a grupos especiales. La idea de los estadistas del Siglo XVIII era que los legisladores tenían ideas específicas (quizás diferentes) sobre el bien común. Pero lo que tenemos hoy en día, lo que vemos hoy en la realidad de la vida política, prácticamente sin excepción alguna, en todos los países del mundo – donde no existe directamente una dictadura comunista – es una situación en la que no existen más partidos políticos en el antiguo y clásico sentido del término, sino meramente grupos de presión.
Un grupo de presión es un grupo de gente que desea obtener para ellos un privilegio especial a expensas del resto de la nación. El privilegio puede consistir en una tarifa sobre la importación de productos que compitan con los propios, puede consistir en un subsidio, puede consistir en la sanción de leyes que impidan a otra gente competir con los miembros del grupo de presión. Sea lo que fuere, otorga a los miembros del grupo de presión una posición especial, de privilegio. Les da algo que es negado o que debería ser negado – de acuerdo con las ideas del grupo de presión – a otros grupos.
En los Estados Unidos, aparentemente, se preserva el antiguo sistema de dos partidos.
Pero esto es solamente un camuflaje de la situación real. De hecho, la vida política de los Estados Unidos – como la vida política de todos los demás países – está determinada por la lucha y las aspiraciones de los grupos de presión. En los Estados Unidos existe todavía un Partido Republicano y existe todavía un Partido Demócrata, pero en cada uno de estos dos partidos hay representantes de los grupos de presión. Estos representantes de los grupos de presión están más interesados en cooperar con los representantes del mismo grupo de presión en el partido adversario que con los miembros de su propio partido.
Para darles un ejemplo, si hablan con personas en Estados Unidos que realmente conocen los asuntos del Congreso, les dirán: “Esta persona, este miembro del Congreso, representa los intereses del grupo del metal plata” O les dirán este otro miembro del Congreso representa a los productores de trigo.
Por supuesto cada uno de estos grupos de presión necesariamente es una minoría. En un sistema basado sobre la división del trabajo, cada grupo especial que aspira a tener determinados privilegios, tiene que ser una minoría. Y las minorías nunca tienen la oportunidad de alcanzar el éxito si no cooperan con otras minorías similares, otros grupos de presión similares. En las asambleas legislativas, tratan de armar una coalición entre los diferentes grupos de presión, así pueden convertirse en una mayoría. Pero, después de un tiempo, esta coalición puede desintegrarse, porque existen problemas sobre los cuales es imposible alcanzar un acuerdo con otros grupos de presión, y se forman nuevas coaliciones de grupos de presión Esto es lo que ocurrió en Francia en 1871, una situación que los historiadores consideran “la descomposición de la Tercera República”. No fue una descomposición de la República, fue simplemente una demostración del hecho que el sistema de “grupos de presión” no es un sistema que pueda aplicarse exitosamente al gobierno de una gran nación.
Se tienen, en las legislaturas, representantes del trigo, de la carne, de la plata, del petróleo, pero antes que nada, representantes de los diferentes sindicatos. La única cosa que no está representada en la legislatura es la nación como un todo. Y todos los problemas, aún los de política exterior, se miran desde el punto de vista de los intereses de los grupos especiales de presión En los Estados Unidos, algunos de los estados menos populosos están interesados en el precio de la plata. Pero no todas las personas en esos estados están interesadas en ello.
Sin embargo, los Estados Unidos, por muchas décadas, han gastado una considerable suma de dinero, a expensas de los contribuyentes, para comprar plata a un precio por encima del valor de mercado. Otro ejemplo, en los Estados Unidos sólo una pequeña proporción de la población trabaja en la agricultura, el resto de la población consiste en consumidores – pero no productores – de los productos de la agricultura. Sin embargo, Los Estados Unidos tienen una política de gastar billones y billones de dólares para mantener los precios de los productos agrícolas por encima del eventual precio de mercado.
No podría decirse que ésta es una política a favor de una pequeña minoría, ya que estos intereses agrícolas no son uniformes. Un productor de leche no está interesado en un alto precio de los cereales o del forraje, preferiría un menor precio para estos productos. Un criador de pollos desea un precio más bajo para el alimento balanceado (compuesto principalmente por cereales). Existen muchos intereses especiales incompatibles dentro del mismo grupo. Aún así, la hábil diplomacia de la politiquería parlamentaria posibilita a los pequeños grupos minoritarios obtener privilegios a expensa de las mayorías.
Una situación, particularmente interesante en los Estados Unidos, concierne al azúcar.
Quizás 1 de cada 500 Norteamericanos está interesado es un mayor precio del azúcar.
Probablemente 499 de cada 500 Norteamericanos desea un precio más bajo para el azúcar. Sin embargo, la política de los Estados Unidos está comprometida, por medio de tarifas y otras medidas especiales, a mantener un más alto precio del azúcar. Esta política es no sólo perjudicial para estos 499 que son consumidores de azúcar, sino que también causa un serio problema en la política exterior de los Estados Unidos. El objetivo de la política exterior es la cooperación con todas las otras repúblicas americanas, algunas de las cuales están interesadas en vender azúcar a los Estados Unidos. Les gustaría vender un mayor volumen. Esto ilustra cómo los intereses de los grupos de presión pueden establecer la política exterior de una nación.
Por años, la gente en todo el mundo ha estado escribiendo sobre la democracia, sobre el gobierno popular, representativo. Han estado quejándose de sus deficiencias, pero la democracia que ellos critican es solamente aquella democracia bajo la cual el intervencionismo es la política que gobierna ese país.
Hoy se puede oír a la gente decir: “A principios del Siglo XIX, en los parlamentos de Francia, de Inglaterra, de los Estados Unidos, y de otras naciones, había discursos sobre los grandes problemas de la humanidad. Luchaban contra la tiranía, por la libertad, por la cooperación con otras naciones libres. Pero ahora somos más prácticos en los parlamentos” Es cierto, ahora somos más prácticos, la gente hoy no habla sobre la libertad: hablan sobre un mayor precio para el maní. Si esto es práctico, entonces – por cierto – los parlamentos han cambiado considerablemente, pero no han mejorado.
Estos cambios políticos, originados en el intervencionismo, han debilitado considerablemente el poder de las naciones, y de sus representantes populares, para resistir las aspiraciones de los dictadores y las operaciones de los tiranos. Los representantes legislativos, cuya única preocupación es satisfacer a los votantes que desean, por ejemplo, mejores precios para el azúcar, la leche y la manteca y un menor precio para el trigo (lógicamente subsidiado por el gobierno) pueden representar al pueblo solamente de una manera muy débil, nunca pueden representar a todos sus votantes.
Los votantes que favorecen dichos privilegios no se dan cuenta que también hay oponentes, que desean algo exactamente opuesto, e impiden a sus representantes obtener un éxito completo.
Este sistema, además, lleva por un lado a un constante incremento de los gastos públicos, y por el otro, hace más difícil establecer o cobrar impuestos. Estos representantes de grupos de presión aspiran a muchos privilegios especiales para su grupo de presión, pero no están dispuestos a impones a sus votantes una pesada carga impositiva.
No era la idea, en el Siglo XVIII, de los fundadores del moderno sistema constitucional de gobierno, que un legislador representara, no a toda la nación, sino los especiales intereses del distrito en el que fuera elegido, que fue una de las consecuencias del intervencionismo.
La idea original era que cada miembro del parlamento debería representar a toda la nación aunque fuera elegido en un distrito en especial solamente porque allí era conocido y la gente tenía confianza en él.
Pero no era la intención que fuera al gobierno a efectos de procurar algo en especial para sus votantes, que pidiera una nueva escuela o un nuevo hospital o un nuevo manicomio, causando así un considerable incremento de los gastos gubernamentales en su distrito.
Las políticas de “grupos de presión” explican por qué es casi imposible para todos los gobiernos detener la inflación. Tan pronto como los funcionarios electos tratan de restringir los gastos o limitar las inversiones, aquellos que respaldan intereses especiales, que obtienen ventajas de rubros específicos del presupuesto, se adelantan y declaran que este proyecto en particular no puede ser eliminado, o que este otro debe ser realizado.
La dictadura, desde ya, no es una solución a los problemas de la economía, tal como no es una respuesta a los problemas de la libertad. Un dictador puede comenzar haciendo promesas de cualquier naturaleza pero, siendo un dictador, no cumplirá sus promesas. En cambio, inmediatamente suprimirá la libertad de expresión, así la prensa o los oradores parlamentarios no podrán – algunos días, algunos meses o algunos años más tarde – remarcar que lo que dijo al principio de su dictadura era completamente diferente de lo que hizo después.
La terrible dictadura con la que un país tan grande como Alemania tuvo que vivir en un pasado reciente, cuando vemos hoy la declinación de la libertad en tantos países. Como consecuencia, la gente habla hoy sobre el deterioro de la libertad y la decadencia de nuestra civilización.
Dice la gente que toda civilización debe finalmente caer en la ruina y en la desintegración.
Hay eminentes defensores de esta idea. Uno fue el maestro alemán Spengler, y otro – mejor conocido – el historiador inglés Toynbee. Ellos dicen que ahora nuestra civilización es vieja. Spengler comparaba a las civilizaciones con plantas que crecen y crecen, pero cuya vida, en algún momento, llega a su fin. La metafórica comparación de una civilización con una planta es absolutamente arbitraria.
Primeramente, es muy difícil distinguir, dentro de la historia de la humanidad, civilizaciones diferentes, independientes. Las civilizaciones no son independientes, sino que son interdependientes, constantemente influyen unas a las otras. Por consiguiente, no puede hablarse de la declinación de una civilización en particular de la misma manera en que puede hablarse de la muerte de una planta en particular.
Pero, aún si se refutan las teorías de Spengler y Toynbee, todavía queda una comparación que es bastante popular: la comparación de civilizaciones declinantes. Ciertamente es verdad que en el segundo siglo de la era cristiana, el Imperio Romano mantenía una civilización muy floreciente, que en aquellas partes de Europa, Asia y África donde el Imperio Romano gobernaba había una civilización de alto nivel. Había también una muy alta civilización económica basada sobre cierto grado de división del trabajo. Aunque parezca primitiva, cuando se la compara con nuestras condiciones actuales, Ciertamente era destacable. Llegó al más alto grado de división del trabajo jamás obtenido antes del capitalismo moderno. No es menos cierto que esta civilización se desintegró, especialmente en el Siglo III. Esta desintegración interna del Imperio Romano imposibilitó a los Romanos resistir la agresión externa. Aunque la agresión no era peor que la que los Romanos habían resistido una y otra vez en los siglos precedentes, no pudieron soportarla por más tiempo luego de lo que había tenido lugar dentro del Imperio.
¿Qué había ocurrido? ¿Cuál fue el problema? ¿Qué era lo que causó la desintegración de un Imperio que había logrado la más alta civilización jamás obtenida antes del Siglo XVIII? La verdad es que lo que había destruido esta antigua civilización era algo similar, casi idéntico a los peligros que amenazan nuestra civilización hoy en día: por un lado fue el intervencionismo, y por el otro la inflación. El intervencionismo en el Imperio Romano consistió en el hecho que los Romanos, siguiendo el precedente de la política de los Griegos. No se abstuvieron de imponer controles de precios. Pero dicho control de precios era benigno, ya que por siglos no trató de reducir los precios por debajo del nivel de mercado. Pero cuando la inflación comenzó en el Siglo III, los pobres Romanos no disponían de los medios técnicos que hoy disponemos para la inflación. No podían imprimir dinero, tenían que alterar las monedas metálicas (reducción de su contenido metálico) y éste era un sistema de inflación muy inferior al sistema actual que – través del uso intensivo de la imprenta – puede destruir tan fácilmente el valor del dinero. Pero era bastante eficiente y produjo el mismo resultado que el control de precios, dado que los precios que las autoridades ahora toleraban estaban por debajo del precio potencial al cual la inflación había llevado los precios de los diversos productos.
El resultado, desde luego, fue que se redujo la provisión de alimentos en las ciudades. La gente en las ciudades se vio forzada a volver al campo y a retornar a la agricultura. Los Romanos nunca se dieron cuenta de lo que ocurría. No entendieron. Todavía no había desarrollado las herramientas mentales para interpretar los problemas de la división del trabajo y de las consecuencias de la inflación sobre los precios de mercado. Pero que esta inflación monetaria, esta alteración de las monedas metálicas estaba mal, lo entendían muy bien.
En consecuencia los emperadores hicieron leyes contra esta mudanza. Había leyes para impedir a los habitantes de las ciudades mudarse al campo, pero tales leyes resultaron ineficaces. Ya que la gente no tenía nada para comer en la ciudad y estaban hambrientos, no había ley que pudiera impedirles dejar las ciudades y volver a la agricultura. El habitante de la ciudad no pudo más trabajar en las industrias de procesamiento de las ciudades como un artesano. Y, con la pérdida de los mercados en las ciudades, nadie podía comprar algo allí.
Vemos así que, desde el Siglo III en adelante, las ciudades del Imperio Romano declinaban notoriamente y que la división del trabajo se volvió menos intensiva de lo que había sido antes. Finalmente emergió el sistema medieval del hogar autosuficiente, de la “villa” como se la llamó en leyes posteriores.
Por lo tanto, si se compara nuestras condiciones con las del Imperio Romano, algunos dirán “Vamos por el mismo camino” y tienen algunas razones para decirlo. Pueden encontrar algunos hechos que son similares. Pero hay también enormes diferencias. Estas diferencias no están en la estructura política que prevalecía en la segunda parte del Siglo III. En esa época, en promedio, un emperador era asesinado y el hombre que lo había matado o lo había mandado matar se convertía en el sucesor. Después de tres años, en promedio, lo mismo le sucedía al nuevo emperador. Cuando Diocleciano, en el 284, llegó a ser emperador, por algún tiempo trató de oponerse a la descomposición, pero sin éxito.
Existen enormes diferencias entre las condiciones de hoy en día y las que prevalecían en Roma, en que las medidas que causaron la desintegración del Imperio Romano no fueron premeditadas. No fueron, yo diría, el resultado de censurables doctrinas formuladas.
Sin embargo, en contraste, las ideas intervencionistas, las ideas socialistas, las ideas inflacionistas de nuestros días, han sido tramadas y formuladas por escritores y profesores. Y son enseñadas en las escuelas y en las universidades. Se puede decir “La situación de hoy es mucho peor” y yo contestaría “No, no es peor” En mi opinión es mejor porque las ideas pueden derrotarse con otras ideas. Nadie dudaba, en la época de los emperadores Romanos que el gobierno tenía el derecho y que era una buena política determinar los precios máximos. Y nadie lo discutía.
Pero ahora que tenemos escuelas y profesores y libros que recomiendan esto, sabemos muy bien que este es un problema para ser discutido. Todas estas malas ideas, por la cuales sufrimos hoy, que han hecho que nuestras políticas fueran tan dañinas, fueron desarrolladas por teóricos académicos.
Un famoso autor español 7 hablaba de la “rebelón de las masas”. Debemos ser muy cuidadosos al usar este término ya que la rebelión no fue hecha por las masas, fue hecha por los intelectuales. Y esos intelectuales que desarrollaron estas doctrinas no eran hombres de las masas. La doctrina marxista pretende que solamente los proletarios son los que tienen buenas ideas y que solamente el genio proletario creó el socialismo, pero todos los autores socialistas, sin excepción, eran burgueses, en el sentido en que los socialistas usan este término.
Kart Marx no era un hombre del proletariado. Era hijo de un abogado. Para ir a la universidad, no tuvo necesidad de trabajar. Estudió en la universidad al igual que hoy lo hacen los hijos de las familias acomodadas. Luego, y por el resto de su vida, fue mantenido por su amigo Friedrich Engels, quien – siendo un industrial – era el peor tipo de burgués, según las ideas socialistas. En el lenguaje del marxismo, era un explotador.
Todo lo que ocurre en el mundo social de nuestros días es el resultado de ideas. Las cosas buenas y las cosas malas. Lo que se necesita es combatir las malas ideas.
Debemos combatir todo lo que nos disgusta en la vida pública. Debemos sustituir las malas ideas por buenas ideas. Debemos refutas las doctrinas que promueven la violencia sindical. Debemos oponernos a a la confiscación de la propiedad, el control de precios, la inflación y todos los males que nos traen sufrimiento.
Las ideas, y solamente las ideas, pueden llevar luz a la oscuridad. Estas ideas deben hacerse públicas de una manera que persuadan a la gente. Debemos convencerlos que estas ideas son las ideas correctas y no son erróneas. La gran época del Siglo XIX, los grandes logros del capitalismo, fueron el resultado de las ideas de los economistas clásicos, de Adam Smith y David Ricardo, de Bastiat y de tantos otros.
Lo que necesitamos es nada más que sustituir las malas ideas por buenas ideas. Esto espero, y tengo confianza, será hecho por la naciente generación. Nuestra civilización no está condenada como nos dicen Spengler y Toynbee. Nuestra civilización no será conquistada por el espíritu de Moscú. Nuestra civilización sobrevivirá, y debe hacerlo. Y sobrevivirá a través de mejores ideas que serán desarrolladas por la nueva generación.
Considero que es un buen signo que, mientras hace cincuenta años prácticamente nadie en el mundo tenía el coraje de decir algo a favor de una economía libre, ahora tenemos, al menos en los más avanzados países del mundo, instituciones que son centros de propagación de las ideas de una economía libre, como por ejemplo el “Centro” en vuestro país que me invitó a venir a Buenos Aires a decir unas pocas palabras en esta gran ciudad.
No pude decir mucho sobre estos asuntos tan importantes. Seis conferencias pueden ser mucho para una audiencia pero no son suficientes para desarrollar la filosofía completa de un sistema de economía libre, y ciertamente no son suficientes para refutar todas las tonterías que se han escrito, en los últimos cincuenta años, sobre los problemas económicos que estamos tratando.
Estoy muy agradecido a este centro por darme la oportunidad de dirigirme a tan distinguida audiencia y tengo la esperanza que en unos pocos años, el número de aquellos que respaldan las ideas de libertad en este y en otros países, se incrementará considerablemente. Yo por mi parte tengo una total confianza en el futuro de la libertad política y de la libertad económica.

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